Hay un tipo de sonrisa que me enamora instantáneamente. Da igual que provenga de un hombre o de una mujer. Da igual la edad. Son sonrisas suaves que dicen «te veo», y que nunca van dirigidas a mí.
A veces, ni siquiera llegan a los labios, se quedan en los ojos. Son las sonrisas que personas anónimas les regalan a Nuna y a Baby cuando caminamos por la ciudad.
Desde que no miro el móvil las percibo todas, y me llegan al corazón.
Son sonrisas que conocemos desde siempre, pero que, con el tiempo, han ido cambiando de color. Como ellas.
Las que reciben hoy son muy diferentes a las que les dedicaban en su época de cachorras; más exaltadas, más abiertas. Como eran ellas.
Las de ahora están llenas de ternura, de añoranza, de recuerdos.

En algunas ocasiones llegamos a entablar conversación con los propietarios de esas sonrisas, pero la mayoría de las veces no. Duran apenas un instante, un segundo en la vida ajetreada de la ciudad.
Las recibo como un obsequio que agradezco más, si cabe, porque no va dirigido a mí.
Me gusta imaginar que esas personas, tan extrañas como cercanas, tienen a sus compañeros esperándoles en casa, y que están deseando llegar para reunirse con ellos.
Pero, algunas veces, resulta evidente que se fueron para siempre. Es solo un destello, un algo en el gesto que dice que ya no están, que los añoran y que los ven reflejados en los ojos de mis viejitas.
Cuando paseamos juntas y recolectamos sonrisas, queda muy claro quién posee la magia.
Queda muy claro quién es amor.