Mi madre solía hablar cada mañana por teléfono con mi abuela. La visitábamos todos los días, vivía a 300 metros de casa, pero ellas se llamaban, día sí y día también, para comentar «lo que iban a poner de comer».
En el menú había verduras frescas, claro, y también legumbres. Pero las primeras eran guarnición y las segundas «comida de pobres».
Mi abuelo era muy autoritario y exigía pescado y carne. Todo preparado al momento y de la mejor calidad.
Curiosamente, y ya siendo un anciano, empezó a tomar un día a la semana únicamente fruta. Lo recuerdo perfectamente, porque a mí eso me parecía el súmmum de la sofisticación.
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